Seguramente le ha pasado que al defender los principios de una civilización cristiana y sacral, como la afirmación de la Santa Iglesia como religión verdadera, o un rechazo firme al aborto o el matrimonio homosexual, se ha encontrado con una respuesta rebosante de antipatía o, incluso, odio.
¿De dónde viene ese odio? ¿Por qué explota, como si hubiéramos abierto una escotilla de males, especialmente cuando defendemos a la Iglesia Católica? San Agustín de Hípona, cuyo recuerdo celebra hoy la Iglesia, habló al respecto, para lo cual transcribimos el artículo en el cual el pensador católico Plinio Corrêa de Oliveira comenta y sintetiza este punto,
Un simpático lector me pide que explique por qué la Iglesia —a pesar de ser quien pregona la verdad— ha sido tan combatida a lo largo de su historia. También quiere saber por qué son tan combatidos en nuestros días los católicos que no pactan con los errores del siglo, y se mantienen fieles a la enseñanza inmutable de Nuestro Señor Jesucristo.
Me parece que el lector podría haber ampliado aún más el campo de su pregunta. Las persecuciones hechas contra la Iglesia y los verdaderos católicos de nuestros días, son prolongamiento histórico de las que sufrió Nuestro Señor Jesucristo. ¿Cómo explicar que el Hombre-Dios, que es el Camino, la Verdad y la Vida, haya sufrido persecución, hasta el punto de ser crucificado entre dos vulgares ladrones?
A esa pregunta responde luminosamente uno de los mayores Doctores de todos los tiempos, el gran San Agustín, obispo de Hipona. Reproduzco aquí —adaptándola ligeramente, para mejor comprensión del lector contemporáneo— la enseñanza del Doctor de los siglos IV y V.
Comentando la célebre palabra de Terencio: "la verdad engendra odio", San Agustín (Confesiones, Libro X, Cap XXIII) pregunta cómo explicar hecho tan ilógico.
En efecto, dice él, el hombre ama naturalmente la felicidad. Ahora bien, ésta es la alegría nacida de la verdad. De esta manera, es una aberración que alguien vea un enemigo en el hombre que predica la verdad en nombre de Dios.
Enunciado así el problema, el santo Doctor pasa a la explicación. La naturaleza humana es tan propensa a la verdad que, cuando el hombre ama algo contrario a la verdad, quiere que este algo sea verdadero. Con esto, cae en el error, persuadiéndose de que es verdadero lo que en realidad es falso.
Así, es necesario que alguien le abra los ojos. Ahora bien, como el hombre no admite que se le muestre que se engañó, por esta misma razón no tolera que se le demuestre cuál es el error en que está. Y el Doctor de Hipona observa: ¡De esta forma, ciertos hombres odian la verdad por amor hacia aquello que ellos tomaron por verdadero! De la verdad ellos aman la luz; no, sin embargo, la censura... Ellos la aman cuando ella se les muestra, la odian cuando ella les hace ver lo que ellos son.
Por su deslealtad, tales hombres sufren de la verdad la siguiente punición: no quieren ser desvendados por ella; y, sin embargo, ella los desvenda y continúa velada a sus ojos. "Y así, es de esta manera, es precisamente como es hecho el corazón humano. Ciego y perezoso, indigno y deshonesto, se oculta, pero no admite que nada se le oculte. Y por esto le sucede que él no consigue huir de los ojos de la verdad, pero la verdad huye de los ojos de él". Con estas palabras concluye san Agustín su magistral comentario...
Los fanáticos de la caída de las barreras están profundamente apegados a su punto de vista. Por otro lado, por un imperativo de la propia naturaleza, tienen ellos un amor —por lo menos platónico— a la verdad. De donde, no queriendo estar con la verdad, quieren que la verdad esté con ellos. Y así se aferran contra toda evidencia, a la tesis de que las barreras deben desaparecer. Si alguien les prueba que, por el contrario, esas barreras no deben desaparecer, quedan furiosos. Y comienzan a combatir al adversario de la caída de las barreras, tachándolo de intransigente, retrógrado, falto de caridad, etc.
He ahí, mi ingenuo lector, por qué motivo atrae la persecución quien dice la verdad. ¡Y así se explican la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo y los veinte siglos de historia de la Iglesia!