La santidad, la nobleza y la jerarquía en la Sagrada Familia

Dice el Evangelio que el Niño Jesús “crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52). Si esto es verdad —y ciertamente lo es, pues son palabras inspiradas por el Espíritu Santo— es señal de que en el Hombre-Dios aún tendría algo en qué crecer. De cualquier naturaleza que fuese este crecimiento, era un crecimiento desde la perfección perfectísima hacia algo que era una perfección aún más perfectísima.

Por otro lado, debemos considerar todo cuanto es la Santísima Virgen: un tal cúmulo de perfecciones creadas, que un Papa llegó a declarar: de Ella se puede decir todo en materia de elogio, con tal que no se le atribuya la divinidad. Fue concebida sin pecado original y confirmada en gracia a partir del primer instante del su ser; no podía pecar, no podía caer en la más leve falta, porque estaba preservada por Dios contra ello. Al no tener defectos —éste es el aspecto importante de esta consideración—, también Ella crecía constantemente en virtud.

 

Junto al Niño Jesús y a su Santísima Madre estaba San José. Es difícil elogiar a cualquier hombre, cualquier grandeza terrena, después de considerar la grandeza de San José. El hombre casto, virginal por excelencia, descendiente de David. San Pedro Julián Eymard (cf. “Extrait des écrits du P. Eymard”, Desclée de Brouwer, París, 7ª ed., p. 59-62) dice que San José era el jefe de la Casa de David, el pretendiente legítimo al trono de Israel, el mismo trono que fue ocupado y derribado por falsos reyes, mientras Israel era dividido y, por fin, dominado por los romanos.

 

Triple ascensión y tres auges

 

San José era un varón perfecto, modelado por el Espíritu Santo para tener proporción con la Santísima Virgen. ¡Es posible imaginar a qué auge, a qué altura San José debe haber llegado para estar en proporción con la Madre de Dios! Es sumamente probable que también él haya sido confirmado en gracia. Entonces se puede decir que, en la humilde casa de Nazaret, cada momento que pasaba, aquellas tres personas crecían en gracia y santidad ante Dios y ante los hombres.

 

San José debe haber fallecido antes de que Nuestro Señor Jesucristo iniciara su vida pública. Es el patrono de la buena muerte, porque todo lleva a creer que, en su fallecimiento, fue asistido por la Santísima Virgen y por el Divino Redentor, que lo ayudaron a elevar su alma hasta aquel pináculo de perfección para el cual fue creado. No era la perfección de María Santísima, era una perfección menor. Pero era la perfección enorme para la cual fue llamado.

Cuando su mirada embargada ya se iba apagando a la vida, San José —al contemplar a Aquella que era su esposa y a Aquel que jurídicamente era su hijo— se extasió con la ascensión continua en santidad de la Santísima Virgen y de su Divino Hijo. Al verlos subir así, también él, a su vez, subía sin cesar en su propia santidad.

 

Esta triple ascensión continua en la humilde casa de Nazaret, constituyó el encanto del Creador y de los hombres: tres perfecciones que llegaron al pináculo al que cada una debía llegar. Eran tres auges que se amaban intensamente y se comprendían intensamente; perfecciones altísimas, admirables, pero desiguales, realizando una armonía de desigualdades como jamás hubo en la faz de la tierra.

 

Sin embargo, la jerarquía puesta por Dios entre tales sublimes desigualdades era de un orden admirablemente inverso: Aquel que era el jefe de la casa en el plano humano era el menor en el orden sobrenatural; mientras que el Niño, que debía prestar obediencia a sus padres, era Dios. Una inversión que nos hace amar aún más las riquezas y las complejidades de todo orden verdaderamente jerárquico; y que impulsa al alma fiel, deseosa de meditar sobre tan elevado tema, a entonar un himno de alabanza, de admiración y de fidelidad a todas las jerarquías y a todas las desigualdades establecidas por Dios.

 

 

Paradoja: Príncipe y obrero

 

Hubo también otra paradoja puesta por el Creador en las complejidades de este nobilísimo orden jerárquico.

 

San José era el representante de la Casa más augusta que hubo en todos los tiempos, pues, mientras que de otras casas nacieron reyes, de la Casa de David nació un Dios. Y los únicos cortesanos a la altura de esa Casa son los ángeles del cielo.

Sin embargo, por designio divino, el jefe de la Casa de David era, al mismo tiempo, trabajador manual, un carpintero. Y también Nuestro Señor Jesucristo ejerció esa actividad antes de iniciar su vida pública. Dios quiso así que las dos puntas de la jerarquía temporal se uniesen en aquel que es el Hombre-Dios. En Él reside la condición de Príncipe real de la Casa de David, de pretendiente al trono de Israel. Pero esta condición coexiste con la de mero carpintero, obrero, en el extremo opuesto de la escala social.

 

Esta coexistencia de perfecciones, en ambos aspectos —tanto en el de Creador-criatura como en el otro, incomparablemente menor, de rey-obrero— reúne los extremos para reforzar la cohesión de los elementos intermediarios de la jerarquía, uniendo tales elementos por la unión de los extremos.

 

Así, la sacrosanta jerarquía al interior de la Sagrada Familia no aparece apenas como un conjunto de cimas tan altas que a nuestra vista física y mental le cuesta alcanzar. Ella representa también un abrazo jerárquico, desigual pero afectuoso, entre todos los escalones del orden social. De tal manera que, aquel que ocupa lugar más alto abraza afectuosamente al que está más abajo y le dice: “En cuanto naturaleza humana todos somos iguales”.

 

 

Amor desinteresado a la Jerarquía

 

Escogí el ejemplo de San José, de la Santísima Virgen y de Nuestro Señor Jesucristo para que se comprenda la jerarquía en lo que ella tiene de más puro, de más límpido, de más perfecto, en la cual no hay egoísmo ni pretensión. Porque existe ese puro amor de Dios, el cual genera amor a las diversas jerarquías, sin la preocupación de ser mucho, de hacer mucho o de poder mucho. Es amar la jerarquía por amor de Dios.

 

Las almas que tienen el verdadero sentido de la jerarquía aman de este modo a los que son sus superiores. La palabra “majestad” tiene para ellas un sentido, un misterio, una luz especial que hace respetables y venerables a los reyes y emperadores, incluso cuando éstos, por sus defectos personales, no merecen el homenaje que les es prestado por ser quienes son. Pero si en algo corresponden a aquello para lo que fueron llamados, ese algo, por pequeño que sea, es como el aroma de una flor incomparable de la cual se saca una gota, cuyo perfume produce sobre el hombre recto un efecto semejante al que la santidad mayor produce sobre la santidad menor. Y esto tiene alguna analogía con lo que pasaba en la Sagrada Familia, entre las tres personas indeciblemente excelsas —una de ellas divina— que la componían.

 

He aquí algunas consideraciones sobre el encanto y el entusiasmo que las verdaderas jerarquías —como aquella que existió, en grado arquetípico, en la Sagrada Familia— pueden y deben suscitar en las almas rectas y auténticamente católicas.


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